En el patio del castillo, había una catedral, cuyo techo fue demolido y, en la parte superior de la torre, se habilitaron puestos de defensa. Los defensores estaban armados con diferentes tipos de fusiles característicos de la época, sobre todo, con fusiles de mecha y pedernal. También tenían su propia invención bélica: un “peligro rompelíneas” que constaba de 28 armas de fuego montadas sobre un marco de madera rodante que parecía haber sido ideado por Leonardo da Vinci. El Castillo de los Caballeros incita al descubrimiento; desde sus muros los defensores arrojaban cántaros de alquitrán caliente sobre los atacantes, las mujeres lucharon de la misma manera que los hombres y su defensa resistió a una fuerza quince veces mayor. El ejército turco atacaba el castillo con 140 cañones, mientras que los defensores disponían solo de 24 cañones. Finalmente, la perseverancia de los defensores del castillo, el invierno que se acercaba lentamente, las dificultades alimentarias y la devastadora epidemia de peste obligaron a los turcos a renunciar a la toma del castillo.
La restauración de la fortaleza bastante deteriorada fue iniciada después del asedio y dirigida por el maestro de construcción Francesco Pozzo y el arquitecto Martino Remiglio, y duró hasta la década de 1560. Mientras tanto, Paulo Mirandola desarrolló aún más el castillo de húsares y el castillo interior. Durante esta época, también se construyeron las torres pentagonales del castillo según los antiguos sistemas italianos. La fortaleza convertida actualmente en un museo de historia local se encuentra en el corazón de Eger. También alberga el Palacio Episcopal gótico, pero con detalles renacentistas, la pinacoteca local, un panóptico medieval y un museo de mazmorras. Otra curiosidad de la ciudad y la región es el vino de Eger. Las colinas de los alrededores de Eger se plantaron con viñedos en los siglos XIII-XIV. De estos viñedos, los monjes cistercienses asentados allí cubrían sus necesidades de vino, ya que este era un complemento esencial para las ceremonias de la iglesia. Ya entonces, aquí se había asentado una de las más grandes diócesis, cuya jurisdicción se extendía a todo el noreste de Hungría. Por decreto real, una décima parte de la cosecha de vino, el llamado diezmo, tenía que ser entregada a la iglesia y a las instituciones seculares.